¡Qué masacre! ¡Qué tristísimo fin para tan extraordinaria representación!¡Qué bochorno!
María, desconsolada, observaba la tragedia sin saber que hacer para repararla. No podía creer que tuviese que presenciar tal tropelía sin poder tomar cartas en el asusto.
      -¡No hay derecho!- exclamó a punto de darse por vencida- Cualquiera puede estropearnos la diversión y nosotros no podemos hacer nada. ¡Qué injusto!
      La niña desolada lloriqueaba de rabia.
      -¿Y si llamara a mamá?- se preguntó.
      Mamá solía solucionarlo todo rápida y eficazmente pero María pensó que este no era asunto para su madre. ¿Qué pensaría si le pedía ayuda para detener a unos individuos que estaban destrozando la representación de una vaca acompañada de siete caballitos de mar, calamares y ostras dentro de un vaso de zumo de kiwi? Pensaría que estaba absolutamente chalada. Los mayores nunca comprendían las cosas que no eran muy corrientes.
      Tras estas meditaciones y sin apartar la vista de la devastación que aquellos individuos estaban sembrando en su océano verde, la pequeña aceptó el peso de la responsabilidad y se decidió a acabar con aquel atropello. Pero ¿cómo?
      Pegó su rostro al cristal del vaso de kiwi para conocer la naturaleza de los delincuentes. Allí estaban destrozando el teatro, riéndose de los artistas y desperdigando al aterrado público, sin la más mínima piedad ni compasión. Ni tan siquiera el llanto desconsolado de la vaca nadadora detenía sus funestos actos. ¡Eran malísimos!
      -Os conozco muy bien, malditos- murmuró María con fuego en la mirada-¡Disfrutad por que esta será vuestra última gamberrada!
      El tono de voz de la niña aseguraba que la amenaza no era en balde.
      Como un héroe justiciero, se armó con una cuchara de metal de rabo muy largo y la introdujo en el corazón de la contienda.




No le importó asustar a la vaca cantante, despeinar a los bailarines y descubrir las cabezas de los mariachis. Era un mal menor que tendrían que soportar. El objetivo estaba muy claro. ¡Eliminar a los gamberros!
      La cuchara surcaba el fondo del océano sorteando a las buenas gentes en busca de sus presas. El grupo de golfos no tardó en percatarse del peligro que corrían e intentaron huir escondiéndose entre al muchedumbre. Táctica inútil. María no les sacaba el ojo de encima y los tenía a todos perfectamente localizados.
      -¡Uno!- gritó entusiasmada.
      El primero había sido reducido. Lo sacó del vaso de kiwi y lo depositó sobre la servilleta. Pero aún quedaban más.
      -¡A por ellos!- exclamó lanzándose de nuevo al ataque.
      Ahora eran los malvados los que gritaban aterrorizados y buscaban refugio entre los fantásticos corales del fondo del mar. Imposible que lo hallasen. La cuchara, implacable arma justiciera, los fue capturando uno a uno. No tardaron en encontrarse todos ellos atrapados en la servilleta del desayuno.
      -¡Bravo! ¡Bravo!
      En esta ocasión la ovación era para María. Tanto los artistas como el público que atestaban el mar de kiwi, volvieron sus ojos hacia el cristal del vaso para aclamar a la salvadora agradecidos por su comprometido gesto. María saludó encantada. Con un claro gesto invitó a que el espectáculo continuara, no sin antes vaciar la servilleta en el cubo de la basura.
      -Clin, clin, clin...
      Allá, muy al fondo, quedaron los aguafiestas, solos y entre malolientes restos de comida. Aquel era el lugar que merecían por malvados y por irrespetuosos. Ahora comprendía María porque siempre los había odiado tanto, siempre por el medio intentando que se atragantara.
      -¡Malditas pepitas de kiwi, por fin os di vuestro merecido!- exclamó.
      Y sin más concentró su atención en el maravilloso espectáculo que de nuevo se iniciaba con los acordes de los violines de los mariachis.
      La vaca naranja, buceadora, bailarina y cantante, entonó como nunca y volviendo las gafas de bucear hacia el cristal, guiñó un ojo a su amiga y autora María. Esta sorbió otro poco de cacao con muchísima calma. Deseaba que aquel delicioso momento no acabase nunca. Deseaba que su desayuno preferido, el más fascinante de todos los desayunos, el del sábado, durase eternamente. Esto se había propuesto y...¡Seguro que lo conseguía!

FIN


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