María se restregaba los ojos alucinada. Cientos de criaturas marinas danzaban al compás que marcaba la vaca en un exquisito baile aderezado con los suaves y delicados mugidos de la magnífica nadadora.
      -¡Muu, glu-glu, muu!- cantaba la vaca naranja.
      Un grupo de siete caballitos de mar ataviados con gorros de mariachis acompañaban a la solista con sus guitarras y violines.




      La melodía embebía a los cientos de espectadores que admiraban a la deliciosa cantante y a su conjunto.
      Un ballet clásico de calamares y ostras irrumpieron en el improvisado escenario. Los calamares, con mallas muy ajustadas, elevaban por las aguas a las ostras que portaban fastuosos tutús de tul rosa que ondeaban agitados por un tenue oleaje. Las zapatillas de las bailarinas, forradas de raso azul, caminaban de puntillas sobre una sublime alfombra de coral rojizo que crujía al ritmo de la tonada.
      María no había apartado ni un segundo sus ojos del cristal del vaso de zumo de kiwi que naturalmente no se pensaba beber. Distraída por tan fantástico espectáculo, mordisqueaba una nueva tostada y daba pequeños sorbitos al cacao caliente. Jamás en su vida se hubiese imaginado que su desayuno predilecto, el de los sábados, iba a ser amenizado por un elenco de fascinantes artistas. ¡Qué suerte!
      -¡Muu, glu-glu, muuuuuu!- terminó la canción la vaca buceadora.
      -¡Bravo! ¡Bravo!- estalló la niña en aplausos.
      Todo el océano verde se hizo eco de sus vítores. La ovación duro muchos minutos. El público enfervorizado aplaudía a rabiar y gritaba todo tipo de piropos. La vaca anaranjada saludó con una cándida reverencia a sus admiradores y el grupo de siete caballitos de mar mariachis, lanzaron sus gorros a las aguas en señal de satisfacción por el número realizado.
      El ballet de calamares y ostras seguían inclinados en el suelo formando una figura inmóvil, tal y como habían terminado la danza. También ellos se incorporaron y agradecieron a la audiencia el calor de sus aplausos. Una corte estelar de estrellas de mar se acercaron a los artistas y les agasajaron con unos preciosísimos ramos de algas y corales de vivos colores.
      María no podía dejar de gritar de alegría. Sentía su corazón saltarle en el pecho y un gigantesco nudo en la garganta. No en balde ella había participado en la sublime obra. Ella era la madre de la criatura. O ¿acaso no había nacido de sus propias manos? Era evidente que si y de ahí su grandiosa capacidad para las artes.
      -¡Otra! ¡Otra!- gritó la niña fuera de si.
      El resto de los habitantes del vaso de zumo de kiwi también solicitaron una nueva canción. Nadie deseaba que la representación terminara. ¡El espectáculo tenía que continuar! María aún no había terminado el desayuno.
      La vaca buceadora y cantante no tuvo más remedio que acceder a las peticiones de su público y tras aclararse la voz, pataleo con elegancia hasta acercarse a la superficie del océano. Allí se levantó la escafandra y rebufó.
      -Bruff- dijo con la lengua fuera. No tuvo que decir nada más.
      La niña lo comprendió de inmediato.
       Arrancó un trozo pequeño de la tostada que se estaba comiendo y lo colocó en la espalda del animal. La vaca sonrió agradecida y, tras ajustarse de nuevo las gafas de bucear, se sumergió en las profundidades del mar verde.
       El esfuerzo de entonar la melodía y bailar al mismo tiempo había agotado sus reservas de oxígeno antes de lo previsto.




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