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Noche de difuntos por Mila Oya



por Mila Oya

       Miguel echó un nuevo vistazo a la luna del espejo.
       -¡Demasiado vieja! - exclamó.
       Aquel mueble antiguo que su madre había adquirido en un rastrillo, no parecía mejorar a pesar de sus denodados esfuerzos por adecentarlo. La madera continuaba cubierta por una pertinaz capa de polvo y la luna, por más que la frotaba con el limpia cristales, permanecía tan sucia como cuando la había instalado en la habitación.
       El muchacho resopló molesto. Lo que en principio se le había antojado una magnífica compra, ahora se le presentaba como el armatoste más viejo e inútil de cuantos su madre acostumbraba adquirir.
       Llevaba varias horas trabajando sin descanso en su limpieza sin el más mínimo resultado.
       No le quedaba otra opción que reconocer su derrota ante el espejo y decirle a su madre que tendrían que guardarlo en el sótano con los demás trastos.
       -Quizás, si lo intento una vez más...
       No era Miguel de los que se dan por vencidos con facilidad.
       Tomó aire y se armó una vez más con la bayeta y el espray de limpieza y avanzó decidido hacia su antagonista.
       Un chorro de líquido oloroso y de color azul, impactó sobre el cristal deslizándose a toda velocidad por la superficie otrora pulimentada. El muchacho no permitió que el líquido se desparramase fuera del área que debía lustrar. Se abalanzó sobre él con el paño. Como un verdadero poseso comenzó a frotar con todas sus energías, como si intentase abrir una brecha en el vidrio.
       -¡Vamos! ¡Tengo que conseguir que reflejes como el primer día!
       Las gotas de sudor le corrían por la frente pero él no se detenía, dejaba que se deslizasen por su rostro e incluso que le inundasen los ojos con su carga salada y caliente.
       Resoplaba intensamente por el esfuerzo al ritmo frenético que marcaba el brazo que agitaba el paño.
       -¡Ahora tiene que haber quedado completamente limpio!- dijo al fin.
       Se detuvo pues había agotado ya todos sus bríos. Se secó el rostro con la manga del jersey y aún armado con el paño y el bote de limpia cristales, retrocedió unos pasos para contemplar su obra, exactamente igual que haría un pintor una vez concluido su artístico trabajo.
       Poco le faltó a Miguel para derrumbarse a los pies del mueble del espejo. Como si el paño no pudiese hacer mella en aquel cristal imperturbable, todas las manchas contra las que el muchacho había combatido ferozmente, permanecían en el mismo lugar, aunque quizás ahora algo sonrientes y divertidas.
       Miguel profirió una indignada exclamación y lanzó con furia el paño contra el espejo.
       -¡No hay manera! ¡Es imposible!
       El paño rebotó suavemente y se posó tranquilamente sobre la madera.
       El muchacho claudicó. Había sido vencido y ya no le importaba reconocerlo. Abandonaría el mueble en el sótano y aconsejaría a su madre más prudencia en su próxima adquisición.
       Se acercó a la bayeta para recogerla y guardarla y apartó la mirada del vidrio molesto por aquella sombra borrosa que la luna le devolvía y que él no había sido capaz de aclarar.
       Tenía ya el paño entre sus dedos cuando un escalofrío le recorrió el cuerpo de arriba abajo. Los pies se le quedaron clavados en el suelo y todo él permaneció completamente inmóvil y a la expectativa.
       Algo... Alguna circunstancia extraña se había hecho patente de repente, algo que hasta el momento le había pasado desapercibido, se manifestó con total claridad.
       ¡La sombra del espejo!
       Aquella mancha obscura que la luna reflejaba, continuaba absolutamente erguida, como si él permaneciese ante el espejo, ignorando por completo que ahora se hallaba inclinado ante el mueble para recoger la bayeta.
       Miguel respiró hondo intentando tranquilizarse. Quizás estaba siendo víctima de una estúpida alucinación, Quizás, la mancha que ufana permanecía en pie, fuese el reflejo de algún objeto que estaba tras él y no el suyo propio.
       Sin aún atreverse a mover un solo músculo, de reojo, intentó vislumbrar a través de la niebla que cubría el vidrio, la naturaleza de la sombra que reflejaba.
       ¡Una silueta humana! No había duda. El espejo devolvía con toda la claridad que la suciedad anclada en él durante años y años le permitía, la imagen de un hombre.
       Miguel se esforzó en pensar con sensatez y tras hacerlo, se volvió súbitamente para descubrir al ser original que debía hallarse a su espalda.
       -¡Nadie!
       La habitación estaba completamente vacía. El muchacho no sabía si alegrarse por ello o asustarse aún más. Sin darse tiempo a una nueva meditación, se agachó rápidamente ocultándose de la mirada maléfica del espejo. Desde el suelo, sujeto a la pata del mueble como si esta fuese la única tabla de salvación, elevó un poco el rostro para poder contemplar la luna sin ser visto. Sus ojillos espantados se asomaron sobre la madera de la antigüedad y se clavaron aterrados en el espejo.
       -¡Cielo Santo!
       No estaba sufriendo una alucinación. Aquello no era una terrible pesadilla. El espejo reflejaba con toda claridad a un anciano que en aquellos instantes se atusaba tranquilamente una larguísima barba blanca.
       Miguel volvió a ocultarse bajo el mueble. Se agazapó como un conejo asustado y la única idea que acudió a su mente fue la de huir. Alcanzar la puerta y salir del cuarto lo más aprisa posible.
       -¡No podré conseguirlo!- se dijo acobardado.
       La puerta se hallaba justo enfrente del espejo. No podría abandonar la habitación sin ser localizado por el anciano de largas barbas y el corazón de Miguel le gritaba que era imprescindible, vital, que este no descubriese su presencia.
       El muchacho se aferró todavía más a la pata roída; todo su cuerpo temblaba y con este gesto intentaba no derrumbarse sobre el suelo. Los dientes le castañeteaban con furia y el sudor lo anegaba por completo.
       Estaba atrapado bajo el mueble, más prisionero que si se hallase en una cárcel de barrotes de acero. Su cuerpo rígido por el espanto y el terror, se negaba a moverse y solo ansiaba confundirse con la ennegrecida madera del mueble del espejo.
       De repente un ligero tintineo le hizo olvidar momentáneamente el terror que lo atenazaba. Un constante repicar sonaba por encima de su cabeza. Miguel se observó horrorizado y no tardó en percatarse de lo que estaba sucediendo. Pero ya era tarde.
       Su temblor se había extendido a través de la madera hasta el mismo cristal. Este vibraba por su miedo, el mismo miedo que lo había delatado.
       El muchacho luchó con todas sus fuerzas por controlarse. Deseaba detener la locura de sus músculos pero estos se agitaban convulsos a causa de la angustia. Soltó rápidamente la pata aún sabiendo que ya no le serviría de nada. Su corazón le indicaba que su presencia había sido detectada por la sombra de largas barbas.
       Una carcajada estremecedora se lo corroboró. Una risa que salió del cristal y se precipitó contra sus oídos con la violencia del estruendo que lleva encerrado en su cárcel durante siglos.
       Taparse los oídos no tenía sentido. Aquella estridente y ensordecedora carcajada se escuchaba con la piel, con el corazón, con el alma.
       -¡Al fin tengo compañía!- bramó una voz de ultratumba.
       ¡No había nada que hacer! La sombra reía y se divertía apoderándose de la alegría de aquel mundo que estaba fuera de ella y que tanto ansiaba, el mundo del otro lado del espejo.
       Miguel sin saber lo que hacía, sin conocer la extraña fuerza de lo empujaba inexorablemente, salió de su escondrijo y se irguió hasta hallarse frente a frente al espejo.
       Sus ojos desorbitados e inyectados en sangre contemplaron aterrados la transformación que el mueble había sufrido durante su tortura.
       La madera lucía lustrosa y bella como recién labrada, el cristal se mostraba brillante e inmaculado y en él una figura alta y gallarda iba tomando cuerpo. Aquella silueta ganaba nitidez y a cada instante un nuevo rasgo en su rostro se iba sumando a la transformación general. Las barbas largas y blancas que Miguel había observado desaparecieron de inmediato y paulatinamente las arrugas del espectro de otros tiempos fueron mitigándose hasta desaparecer. Se hallaba Miguel a punto de desmayarse cuando el hombre que lo observaba se había convertido ya en un apuesto caballero, ataviado con ricos ropajes que hablaban de su nobleza y de su remota procedencia.
       Las piernas de Miguel perdieron entonces tensión. La escena había sido demasiado aterradora para su mente. Los ojos lucharon por continuar contemplando la luz pero fueron derrotados y se tornaron en blanco. Las rodillas le flaquearon. Miguel se vino abajo. Quizás se hubiese golpeado mortalmente si se hubiese desplomado libremente sobre el duro piso. Pero esto no sucedió. Un brazo fuerte atravesó suavemente la luna del espejo y detuvo la caída del muchacho.
       Tras el brazo, brotó del cristal todo el cuerpo gallardo del noble caballero. Este recogió a su víctima suavemente y sin perder ni un instante la sonrisa que lucía en sus labios, condujo al desvanecido al otro lado del espejo, al lugar en el que había permanecido encerrado desde hacía tanto tiempo.
       Miguel desapareció tras el vidrio que de repente se volvió opaco y sucio. El elegante mueble de madera que lo portaba se trasformó en una ruina roída por las termitas.
       El noble caballero sonrió henchido de felicidad. A su alrededor su cuarto de antaño, lo acogió como lo había hecho tantas y tantas veces. Los candelabros de plata se encendieron para su amo y un criado acudió a toda prisa ante la insistencia del caballero en tocar la campanilla.
       -Retire inmediatamente este trasto. Enciérrelo en el sótano.
       No hicieron falta más palabras. El criado se llevó aquel decrépito horror y dejó a su amo deleitándose con un suave vino que saboreaba en una enorme copa de plata. El caballero se acercó a la chimenea e intentado librarse de un ligero estremecimiento que se había alojado en su piel, encendió una llama en el candelabro y la lanzó sobre los leños del hogar.
       Un fuego abrasador manó súbitamente en la chimenea. Terribles chisporroteos brotaban de las lenguas de fuego. A lo lejos, quizás en otro mundo, quizás al otro lado del espejo, una casa se desmoronaba devorada por las llamas. Una mujer lloraba desconsoladamente en la puerta. ¡Lo había perdido todo! ¡Había perdido su casa, sus bienes, todo! ¡Pero sus lágrimas corrían desesperadas porque la vida le había arrebatado lo que más quería en este mundo! ¡Le había arrebatado a su hijo para siempre!
       -¿Porqué? ¿Porqué?- se preguntaba desgarrándose el pecho.
       Jamás sabría que la respuesta estaba oculta en aquel espejo que un aciago día había adquirido en un mercadillo cualquiera.

FIN


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