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Noche de difuntos por Mila Oya



por Mila Oya


       Los gritos de horror brotaban por la multitud de bocas derrumbadas sobre el negro y frío suelo de la galería subterránea. Sólo Harry Boca Cosida reía. Sus carcajadas casi acallaban el estruendo del dolor de sus hombres que yacían en el vientre de la tierra. Boca Cosida alumbraba la galería con sus trabucos disparando sobre todo lo que se moviese. No tardó en arrojarlos al suelo y empuñar sendas espadas con las que descuartizaba los bultos que se resistían en abandonar este mundo.
       -¡Sabandijas! ¡Traidores!- le gritaba a lo que quedaba de sus hombres. -¡Me libraré de todos vosotros!
       El penetrante olor a tierra húmeda se vio repentinamente anulado por un aroma dulce e untuoso. La sangre corría a borbotones por las piedras del túnel. Los gemidos se agotaban. Las malvadas risas de Boca Cosida se apoderaron del vientre de la montaña.
       -¡Todo mío! - gritó elevando sus brazos armados al cielo.
       Su carcajada se detuvo súbitamente. Allá en lo alto, en la bóveda de la galería subterránea, entre las tinieblas del subsuelo, algo se movía rápidamente.
       -¡Por todos los demonios!- exclamó Boca Cosida secándose con la manga de la casaca negra la comisura derecha de su boca, que a causa de un desangelado cosido, perpetuamente goteaba repugnante baba.
       El cielo de tierra amenazaba al malvado pirata. Este no tardó en percatarse del peligro que lo acechaba.
       Una gigantesca losa se desincrustó lentamente del lugar que había ocupado durante siglos. Boca Cosida con la rapidez del fogonazo de un trabuco, empujó a patadas el cuerpo de unos de sus hombres que yacía a su derecha.
       -¡Maldito bribón, mueres matando!- exclamó el pirata.
       Aquel amasijo de carne y sangre había caído justo encima de una pequeña piedra que con su peso se había hundido.
       -¡El dispositivo de la trampa!
       El cuerpo rodó dejando la piedra al descubierto pero ya era tarde para detener la catástrofe.
       La gigantesca losa colgada de las alturas, se precipitó en loca carrera en dirección al sombrero de ala ancha de Boca Cosida. Con una sola pierna y con su pata de palo, Harry reaccionó como si todo su cuerpo no fuese un nefasto zurcido sino que correspondiese aun a un joven atleta. De un acrobático brinco saltó entre un montón de carne muerta y rodó por el túnel lejos de la losa.
       La piedra tocó fondo. Se estrelló contra el suelo. Toda la montaña retumbó por el impacto. Boca Cosida se cubrió el rostro. Una intensa lluvia de piedras y cascotes cayó entonces sobre él.
       -¡Me aplastará! - se dijo aterrado.
       Se hallaba magullado por la caída pero aún así se arrastró aguantando multitud de dolores para salvar su vida.
       Un saliente del túnel le sirvió de parapeto. Las tinieblas envolvían el subterráneo, la humedad y la lluvia de piedras lo llenaban todo. Boca Cosida temblaba aferrado a su pata de palo. La montaña amenazaba con desmoronarse sobre su cabeza y aniquilar su dorado sueño.
       -¡Estaba tan cerca! ¡Tan cerca! - se repetía como en una pesadilla.
       La sangre vertida no parecía haber servido de nada. El corazón de la Isla abandonada se revelaba contra los intrusos.
       -¡Detente, detente de una vez!- gritó furibundo el cruel pirata.
       Entonces, como si la montaña también temblase ante la ira de aquel miserable villano, las rocas dejaron de caer. El temblor de la tierra se detuvo. Boca Cosida se quedó solo con las tinieblas y la humedad.
       Sus carcajadas volvieron a resonar en la galería. Su cavernosa voz maldecía encantada la repentina tranquilidad. Su maldad aterraba hasta a la misma naturaleza.
       -¡Lo conseguiré! ¡No existe nada en este mundo que me impida conseguirlo! ¡Soy invencible!
       El pérfido pirata enloqueció de alegría. La euforia inundó sus venas incluso lamentó haber asesinado en una orgía de odio a toda su tripulación, puesto que si ahora mismo estuviesen vivos los descuartizaría con sus propias manos. Ninguno de ellos significaba nada para él, ninguno de ellos merecían compartir su suerte.
       Buscó a tientas la antorcha que sabía que no podía estar muy lejos. La encendió rápidamente y echó un vistazo general a la sala en la que se encontraba.
       A su espalda la gigantesca losa caída del cielo atrancaba por completo el paso. Completamente inútil sería incluso solo intentar moverla.
       Boca Cosida avanzó en dirección contraria. No se encontraba en un corredor como los demás. Se hallaba en una dependencia especial, en una especie de habitación labrada en la tierra. Las paredes rezumaban agua por doquier. El malvado pirata se abrigó con su casaca negra y siguió caminando.
       La baba le colgaba por el cuello pero ya no le inquietaba, una sola idea había tomado posesión de su perversa mente y lo obligaba a avanzar en su busca.
       -¡El tesoro! ¡El tesoro! ¡Tiene que estar cerca! ¡Mi tesoro!- murmuraba fuera de si.
       La antorcha iluminaba un sin número de esqueletos y calaveras de otros hombres avariciosos que habían ido en su busca. A boca Cosida no le molestaba esta alfombra de restos humanos, caminaba sobre ella ansiosos por encontrar su tesoro e indiferente a los constantes crujidos que los huesos emitían a su paso.
       La sala se acababa. La luz alumbró una pared gigantesca que señalaba el final de la estancia.
       -¿Solo cadáveres? ¿Qué demonios es esto? ¿Un estúpido cementerio?
       Harry pisoteó con rabia cráneos, rotulas y costillas. Con furia los pateó y disparó contra las paredes.
       -¡Traición, traición!- gritaba como un loco.
       Su espada quebraba en mil trozos los indiferentes huesos. La ira que manaba de la terrible mirada de Boca Cosida era más intensa que la misma luz de la antorcha; gracias a ella pudo vislumbrar, enterrada bajo un montón de esqueletos, la tapa de un cofre.
       -¡Sí!- gritó poseído de una loca excitación.
       Se libró de las armas y de la antorcha. Cayó de rodillas sobre los restos humanos y con sus propias manos apartó manojos y manojos de hombres hasta que consiguió desenterrar por completo el cofre.
       -¡Mi tesoro!
       Allí estaba ante él ¡por fin! Un cofre de oro deliciosamente labrado y todo cubierto de incrustaciones de hermosísimas piedras preciosas. Las arrugadas y llenas de cicatrices sucias manos de Boca Cosida destacaban sobre la exquisita superficie de aquella joya.
       El pirata sorbió la baba que le colgaba de la boca y la escupió con fuerza dentro del ojo de una calavera que lo observaba. Rompió a reír con todas sus fuerzas. ¡Lo había logrado! ¡Había desenterrado el tesoro que todos aquellos hombres muertos habían ansiado!
       El pirata depositó el cofre y lo abrió. La baba le inundó de golpe la barbilla y el cuello.
       El espectáculo era fascinante. Jamás en toda su cruel vida de saqueador del océano, había contemplado un tesoro tan excepcional. Magníficas perlas, majestuosas piedras preciosas, deslumbrantes monedas de oro, finísimos colgantes delicadamente trabajados, soberbias diademas, espléndidos anillos y todo tipo de deslumbrantes alhajas.
       La boca de Harry no podía abrirse más a causa de su costura. Nunca había babeado tanto como en aquel momento.
       -¡Soy rico! - gritó alborozado- ¡Soy el hombre más rico del ancho mundo!
       Agarró con sus sucias manos aquellas riquezas de ensueño y las lanzó al aire dejando que cayesen por su cuerpo.
       Su tacto era delicioso. Le colgaban perlas, anillos, oro y piedras preciosas a lo largo de todos sus harapos. Su sombrero negro y sucio de ala ancha se hallaba recubierto por el brillo de la riqueza.
       Las carcajadas de felicidad de Boca Cosida podían escucharse incluso en su barco desierto anclado en la bahía de la Isla. El pirata Harry Boca Cosida se había convertido en el hombre más rico del universo.
       Recogió sus tesoros. Tardó horas en guardar hasta la perla más pequeña. Cerró el cofre y lo aferró contra su pecho.
       -¡Mi tesoro! -murmuró embelesado.
       El frío le mordía los miembros pero no era capaz de borrar la siniestra sonrisa de su boca cosida. Lentamente le venció el cansancio.
      El pirata cerró los ojos y perdió la consciencia. Su cuerpo osciló y calló sobre el cofre ocultándolo de los ojos de la multitud de calaveras que lo acompañaban.
       El hombre más rico del mundo yacía en el seno de la montaña custodiando su tesoro. Quizás muchos siglos después algún otro intruso tendría que separar sus restos a patadas para apoderarse del tesoro enterrado. Llegado ese momento ya no quedaría ni rastro de la boca cosida. El hombre más rico del mundo solo sería un esqueleto más.

FIN


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