Ebooks teatrales

Noche de difuntos por Mila Oya


La armadura sin brazos


por Mila Oya


       En el reloj de la iglesia sonaron las doce campanadas de media noche.
       Anita se estremeció.
       Tal como le había prometido a la pandilla de los esqueletos danzantes, en ese mismo instante ascendió por las destartaladas escaleras de la mansión del búho. Un enorme búho con las alas extendidas presidía la monumental puerta de madera atrancada desde hacía muchísimos años.
       La niña, cargada con su mochila ni siquiera se planteó intentar arrancar la puerta fijada al suelo por el inexorable paso del tiempo. Como habían convenido con los "esqueletos danzantes" retiró una tabla suelta en los bajos de la puerta y tras apartar con repugnancia una tupida tela de araña, se deslizó al interior de la mansión abandonada.
       La prueba había comenzado. Si quería formar parte de "los esqueletos danzantes" no le quedaba más opción que permanecer la noche entera bajo aquellos techos destartalados, rodeada de humedad y ratones a la espera de la aparición del fantasma de la mansión del búho. Esa era la prueba de fuego que todos los miembros de la pandilla tenían que superar.
       Anita se vio de repente envuelta en la más total obscuridad. Las inmensas ventanas de la casa abandonada se hallaban atrancadas igual que la puerta. Ni un solo rayo de luna se atrevía a asomarse al interior de la mansión encantada. La niña estaba sola, completamente sola, más sola de lo que nunca antes había estado. Primero fueron sus piernas las que comenzaron a temblar, después las manos, después los brazos y así paulatinamente todo su cuerpo se decidió a agitarse acompañado del castañetear de los dientes. Hacía frío, sí, y mucha humedad, pero era el miedo, el terror que Anita sentía en su estómago el que la obligaba a convulsionarse como un barquito de cascara de nuez en plena tormenta atlántica.
       Debía de controlar sus nervios, tenía que hacer un esfuerzo para adentrarse en la mansión y buscar un lugar cálido y recogido donde poder pasar la noche.
       De momento decidió buscar la linterna que traía en la mochila. La luz cálida de su linterna azul con corazoncitos rosados, le devolvió momentáneamente la tranquilidad.
       -Si no me tranquilizo me moriré antes de que salga el sol- se dijo la niña.
       Era difícil, pero debía intentarlo.
       Llenó sus pulmones con el aire viciado de la mansión del Búho y siguiendo el camino de la luz, se alejó al fin de la puerta. El panorama que la linterna le mostraba no ayudaba en absoluto a relajar los nervios. Aquí y allá se veían apilados, todo tipo de escombros, trozos de madera, trapos sucios y roídos, latas herrumbrosas, basura de todas clases y campado sobre ella a sus anchas, una cohorte de ratones de variados colores y tamaños.
       Anita tuvo que gritar, no pudo evitarlo. Aquellos bichos le daban tanto asco como miedo.
       -¡Son miles!- exclamó aterrorizada.
       Los roedores sorprendidos por la luz en sus habituales tareas diarias, corrían asustados en todas las direcciones.
       A Anita se le revolvió el estómago. Tenía unas ganas locas de vomitar. Pero la sola idea de cerrar los ojos en el intento y perder de vista sus propios pies la aterraba.
       -Si me suben por los pies me moriré en el acto- se decía a punto de desvanecerse.
       Ahora tenía unas ganas locas de llorar, de llorar a gritos y se preguntaba porque estúpida razón se había metido en semejante berenjenal.
       Quería pertenecer a la pandilla del barrio, a "Los esqueletos danzantes" para poder disfrazarse de esqueleto en carnaval y salir a la calle a asustar a los vecinos, para jugar a la pelota los sábados y para ir al cine los domingos por la tarde, pero sobre todo para tener amigos con los que jugar, para pertenecer a un grupo donde poder charlar y sentirse feliz.
       Anita no tenía a nadie, era nueva en el barrio y le costaba muchísimo hacer amigos.
       Por ello sus dudas se disiparon enseguida, por ello contuvo el miedo y la repulsión que le provocaban los ratones y olvidándose de que se hallaba completamente aterrada y aterida de frío, se encaminó hacia unas gigantescas y desvencijadas escaleras de madera que ascendían al piso de arriba.
       -¡Pronto seré un esqueleto danzante!- se dijo para infundirse ánimos.
       El nutrido grupo de sus nuevos amigos, la aguardarían a la mañana siguiente a las puertas de la mansión del búho. Ella saldría entonces como vencedora y su vida sería para siempre maravillosa.
       -Sólo tengo que aguantar un poquito más.
       Las tablas de madera descorchada rugían a cada paso, hasta sus piececitos diminutos las hacían gemir. El corazón de Anita se estremecía de espanto, parecía como si la misma casa se lamentase de su presencia.
       -¡No me quiere aquí!- murmuró la pequeña al alcanzar el segundo piso.
       Un centenar de extraños crujidos, se oían por todas partes. La niña pensó entonces en descender de nuevo pero la presencia masiva de ratones la hizo desistir de esta idea.
       Su linterna le mostraba un corredor vacío al que se abrían un centenar de puertas a derecha y a izquierda. Al menos el suelo se veía libre de basura y de roedores.
       Ana sonrió por primera vez desde que había llegado a la mansión del búho. Tenía esperanzas de encontrar un rincón seco y seguro donde pasar la noche envuelta en su saco de dormir.
       Se limpió la frente que tenía empapada de sudor y avanzó lentamente por el pasillo, siguiendo la luz de su linterna de corazones sonrosados.
       Al alcanzar la primera puerta, se giró para alumbrar el interior del cuarto. Contuvo la respiración para prepararse para lo peor. Cualquier horror que encerrase aquella sala húmeda y apestosa no la cogería por sorpresa.
       -¡Vacía!
       La habitación estaba completamente vacía. Ni escombros, ni basura, ni viejos muebles, solo una alfombra de polvo en el suelo y allá arriba, en el techo algunas telarañas colgantes.
       Anita suspiró. Desde luego aquello no era un acogedor cuarto de hotel pero no estaba del todo mal, no se veían ratones por ninguna parte y ella no estaba animada para seguir con la exploración.
       Penetró en el cuarto. Una de sus esquinas fue la elegida para cobijar el saco de dormir. La niña se envolvió en él y sentada con la espalda en la mochila, sujetando con sus brazos las rodillas, fijó los ojos en un reloj despertador que sacó de un bolsillo y alumbró con la linterna.
       Solo le restaba aguardar. Cuando las agujas marcasen las siete en el exterior habría ya amanecido y habría superado la prueba. -Esperar toda la noche.
       El tictac del despertador llenó toda la estancia. Resonaba por el pasillo desierto y penetraba en todas las habitaciones. Recorría toda la mansión y retumbaba en las viejas techumbres. Era lo único que Anita escuchaba. Normalmente detestaba el tictac, solía ponerla nerviosa y lo consideraba un sonido molesto. Aquella noche en cambio le parecía una música celestial. Envolvía su mente con su tic tac familiar y la alejaba de terror que le producía aquella casa extraña.
       -¡Tic, tac, tic tac!- no tardó en canturrear la niña- ¡Es como una cancioncilla encantadora!
       Concentrada en el sonido del reloj, Ana se dejó llevar por su ritmo cadencioso y pronto sintió que ni una música de ángeles podía ser tan deliciosa.
       -La, la, la, la, la- dijo de pronto.
       La dulce melodía del reloj que se había extendido por toda la ruinosa mansión necesitaba una letra, una letra hermosa que acompañase las notas mágicas del paso del tiempo.
       Ana se olvidó del frío, de los ruidos de los ratones del piso de abajo, de la humedad, del miedo y de la noche y se concentró únicamente en inventar una letra que encajara perfectamente con la melodía que resonaba en su cerebro.
       La niña era una apasionada de la música y la labor la absorbió por completo.

             Extiende tus alas búho
             Vuela, sube muy alto
             Huye de la maldición
             Vuela, vuela hasta la sierra
             Pues cuando llegues al suelo
             Te convertirán en búho de piedra
       La voz de Anita se elevó en la noche. Fuerte y exenta de miedo, alcanzó los rincones más obscuros de la casa. Las estrofas salían suavemente de su boca sin descanso, extasiada con su dulce labor. Pero de repente...
       La niña calló. Apretó los labios, se tapó la boca y se aseguró una y mil veces de que de su garganta no sabía ni el más mínimo sonido. Y así era. El tic tac que se oía provenía del reloj pero ¿y la voz que cantaba?
       La palidez de la niña era mortal. Una voz grave pero melodiosa de un majestuoso tenor, entonaba las estrofas que la pequeña había allí mismo improvisado. ¡Había alguien en la casa! ¡No estaba sola! ¡Un hombre acechaba en algún cuarto del piso en el que Anita se hallaba!
       La niña se puso en pie de un brinco. Se libró del saco de dormir, agarró la linterna y olvidando por completo la mochila, se precipitó veloz hacia la puerta.
       Ni siquiera los esqueletos danzantes tenían ahora importancia. El terror la poseía, solo pensaba en huir de la casa, en salvar su vida que sentía amenazada.
       Se encaminó a las escaleras a toda prisa. Las tablas gimieron a su llegada. Iba a lanzarse escaleras abajo cuando sus pies por decisión propia se clavaron en el suelo.
             -¡Extiende tus alas búho!
             Vuele, vuela, sube muy alto.
       La voz cantaba cada vez más fuerte a su espalda. Su interpretación era más que perfecta, sublime. Era como un canto llegado de otros mundos. Jamás en toda su vida había escuchado Anita un canto tan maravilloso.
       -Lo he compuesto yo- se dijo encantada
       Pero sabía que la magnificencia de aquella tonada era aportada por la melodiosidad de la voz del hombre.
       ¡No podía huir! ¡Estaba aterrada pero no podía marcharse! Le era imposible abandonar el canto, era incapaz de dejar la casa sin haber visto antes al poseedor de tan portentosa voz.
       ¡Era una estupidez! Anita se lo dijo y se lo repitió. Mejor alejarse cuanto antes por lo que pudiese pasar. Mas ni repitiéndoselo mil veces conseguiría realizarlo. Sus pies aún agarrotados por el pavor habían decidido quedarse y escuchar.
       La niña desanduvo el camino. Con su linterna se internó en el vasto pasillo y minuciosamente fue inspeccionando una a una las salas de lo flanqueaban. La voz la acompañaba en sus pesquisas y con su suavidad y dulzura iba mitigando el terror que todavía tenía alojado en el estómago.
       El pasillo remataba. Solo le restaba una sala por revisar. La única sala que tenía la puerta cerrada.
       Anita lo meditó con detenimiento Allí dentro se hallaba sin duda el hombre cantor. La voz salía nítidamente por debajo de la puerta de madera desvencijada. Si la abría no habría posibilidad de huir, se hallaría inerme ante aquel ser de otro mundo.
       -¡Me arriesgaré!- dijo al fin
       Alumbró con la linterna el pomo metálico de la puerta que estaba curiosamente recién bruñido. Lo tomó entre sus dedos. Estaba frío pero bien engrasado. Lo giró suavemente y no escuchó el chirrido de las bisagras que esperaba.
       La luz de la linterna se hizo entonces inútil. Una avalancha luminosa se abrió paso por la rendija acompañada de aquel torrente de voz que cantaba poniendo el alma en la melodía.
       Anita abrió la puerta de par en par. Sus ojos se abrieron como platos, casi tanto como su boca. La linterna calló de sus manos estrellándose contra el suelo.
       El espectáculo era excepcional. Una acogedora sala perfectamente amueblada cubierta de preciosas alfombras y alumbrada por una monumental lámpara de araña, parecía esperarla con el fuego de la chimenea a punto para proporcionarle el calor que el espanto anterior le había robado.
       En el centro de la estancia un caballero embutido en su armadura cantaba mirando al cielo, un caballero con una armadura sin brazos. Todo su corazón y toda su alma volaban con las letras que salían de sus labios metálicos. A su derecha un instrumento de teclas muy parecido a un piano, permanecía mudo.
       Anita tembló. Pero solo durante un segundo. La armadura cantora se volvió. Mostró una estremecedora sonrisa negra y metálica que a la niña le pareció maravillosa. Hablaba de su dolor, hablaba de sus penas y Anita la entendió, supo de sus angustias y pesares. La niña penetró lentamente en la estancia y tomó asiento frente al misterioso instrumento. Sus deditos finos acariciaron las antiquísimas teclas y la música que el alma de la armadura sin brazos anhelaba, inundó el aire y el mundo.
       Una niña y un caballero sin brazos tocaron y cantaron al cielo hasta el amanecer.

       -¡Anita! ¡Anita!
       Los gritos de los esqueletos danzantes despertaron a la niña. Se hallaba tranquilamente dormida en un desvencijado sofá en la única habitación que tenía la puerta cerrada.
       -¡Creíamos que te había pasado algo! ¡Entramos como locos a buscarte! ¿Estás bien? ¿Has pasado mucho miedo?
       La niña sonrió y con su sonrisa declaró que el miedo ni siquiera la había rozado.
       Echó un vistazo a su alrededor. No había rastro de la chimenea, de las alfombras, de la lampara ni del extraño piano. Solo una vieja armadura sin brazos se hallaba abandonada en un rincón del cuarto.
       -¡Es total! ¿Nos la llevamos?- preguntó un esqueleto danzante.
       -¡NO!
       Anita se puso en pie de un salto.
       -¡No la toquéis! En ella vive el fantasma de un dulce caballero que por amor ha entregado su alma a la música.
       Los esqueletos danzantes miraron a la niña impresionados. ¿Habría perdido la cabeza durante la noche de terror?
       -Pues pocos instrumentos podrá tocar sin brazos- apuntó un esqueleto danzante.
       Anita se sintió apenada de pronto. El dolor del caballero había empapado su corazón.
       -Ahora que he superado la prueba y soy un esqueleto danzante como los demás, propongo que celebremos cada viernes una fiesta musical en este cuarto en honor al caballero sin brazos.
       Los esqueletos danzantes aceptaron encantados. Pasar todos juntos una noche mágica cantando y tocando instrumentos en la espeluznante mansión de búho sonaba de lo más emocionante.
       Todos sin excepción felicitaron a su nueva compañera con besos y abrazos y entre gritos y saltos, la acompañaron fuera de la casa.
       La habitación quedó de nuevo silenciosa y solitaria. Una armadura sin brazos sonreía dichosa en un rincón olvidado.

FIN


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