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Noche de difuntos por Mila Oya




Por Mila Oya

EL VERNE DE VIGO

Bosques espesos, cavernas siniestras, troncos de árboles enigmáticos, duendes maléficos de prado. Nada de esto nos asusta ya. Vivimos en la jungla de asfalto y son nuevos elementos los que se conjuran para amedrentarnos. Tal vez pasemos a su lado indiferentes, tal vez los contemplemos confiados pensando que no son más que el mobiliario urbano, pero en nuestro fuero interno y durante un breve instante intuimos su peligro, el misterio que ocultan, el horror que a través de ellos asoma y cuando lo percibimos el terror nos invade y comprendemos la realidad de esa leyenda urbana tantas veces susurrada y que ahora cobra sentido.

Lo sé por boca de Él. Lo sé de su boca metálica que ahora susurra una pena que solo yo puedo escuchar. No diré su nombre, porque no es posible. Lo ha perdido ya. Pero en un tiempo lo tuvo, disfrutó de un nombre y de una vida, común y corriente. Una vida de trabajador, dura, pero intensa que dejó de ser cuando por equivocación se fijó demasiado.
La mañana era cálida a pesar de que el otoño había entrado ya. En la hora del almuerzo abandonaba la oficina de la consultora para sentarse cerca del mar a devorar el bocadillo que preparaba cada mañana, antes de salir en dirección al trabajo. Jamón con tomate. Estaba delicioso y cuando su vientre rugía anunciando la llegada del gran momento, se apresuraba a ordenar el escritorio y salir cuanto antes para aprovechar al máximo la media hora de almuerzo. Se sentaba en un banco un poco alejado del pulpo gigante sobre el que la escultura del famoso escritor Julio Verne descansaba. Engullía el jamón con la mirada fija en los tentáculos, entreteniéndose imaginando a la bestia en movimiento arrojando al escritor de su cuerpo. Era divertido. Recrear una pelea a muerte con un pulpo gigante amenizaba la comida. Es verdad que otros leen la prensa o charlan con sus amigos. Él prefería la lucha del hombre contra la bestia y la aderezaba con terribles rugidos que sabía que un pulpo jamás osaría a reproducir. Pero era divertido.
Un día en el que la pelea brutal estaba en su punto álgido, una joven decidió romper el hechizo interrumpiendo bruscamente la espectacular escena de película de ciencia ficción que se desarrollaba en su mente.

Samiro de Gurna

La joven se aproximó a toda prisa a la escultura y tras echar un vistazo a un lado y al otro, sin percatarse de la presencia de Él, ocultó rápidamente bajo uno de los inmensos tentáculos de metal un pequeño paquete negro pegándolo de tal manera que apenas se percibía su existencia. Solo Él, que casualmente había presenciado la extraña operación, había podido descubrirlo. La joven desapareció tan rápidamente como había llegado, pero el misterioso paquetito negro estaba allí, bajo el tentáculo del pulpo. Él lo sabía.

Julio Verne en Vigo

El rugido de las tripas en su vientre se detuvo, eso que todavía no había terminado el bocadillo. Lo guardó en la mochila y sin pensárselo dos veces se levantó llevado por la curiosidad. Supo que no debía meterse dónde no le llamaban. Valoró también que no era una buena idea abrir un paquete que evidentemente no estaba dirigido a Él. Pero el impulso fue tan grande que a pesar de estas advertencias mentales, se dirigió con paso firme hacia el pulpo.
El paquetito apenas podía intuirse, pero él sabía que estaba ahí, así avanzó decidido y a punto estaba de alcanzar la escultura.
-¡Hola! ¡Cuánto tiempo sin verte! ¿Cómo te va?
Una joven se interpuso en su camino. No le quedó más remedio que apartar la mirada de la escultura y hablar con aquella muchacha que aunque le resultaba conocida ni siquiera recordaba su nombre. No fue muy agradable, esa es la verdad. No podía apartar de su mente la imagen del paquetito negro y procuró deshacerse de ella cuanto antes, murmurando unas frases de cortesía que ni pensaba ni sentía. Así que la joven, cogiendo la indirecta, se despidió rápidamente siguiendo su camino. Pero ya era tarde.
No lo podía comprender. Se había detenido a charlar con ella a menos de un par de metros de la escultura. Y estaba completamente seguro, porque no había dejado de mirar de soslayo, que nadie, pero nadie, se había aproximado al Julio Verne de bronce sentado sobre el pulpo gigante. Sin embargo, cuando se inclinó para contemplar el paquete negro depositado por la misteriosa mujer, este había desaparecido.
Miró a un lado y al otro esperando ver un transeúnte con paso acelerado alejándose del lugar. ¡No había nadie!
Regresó a su banco de vigilancia en el parque y se sentó decidido a que nada sucediese sin que él se percatase. Llamó a la consultora y mintió para justificar que todavía no estuviese en su puesto de trabajo y permaneció toda la mañana en alerta. Nada sucedió.
Al día siguiente no le quedó más remedio que volver al trabajo. Aún así, a partir de entonces, no importaba que lloviese, ventase o helase en la calle, Él salía siempre a tomar el almuerzo en el parque, en el mismo banco, con la mirada fija en Julio Verne y en su terrorífico asiento. Esperó un mes, dos, tres y más, muchos más. Hasta que se cumplió un año desde el extraño incidente.
A pesar del paso del tiempo, el suceso no se borró de su mente. Muy al contrario, cada vez estaba más obsesionado con aquel extraño enigma. Le había dado vueltas al suceso una y otra vez elaborando gran cantidad de explicaciones, cada una más peregrina y menos creíble. Y cuando se cumplió el año, ya no podía más, estaba completamente obsesionado, absorbido, engullido por el enigma, y necesitaba imperiosamente una respuesta, una solución, una explicación racional. Ya no podía permanecer ni un minuto más vigilante, inmóvil, inactivo. Tenía la perentoria necesidad de ponerse en marcha y actuar. Y así lo hizo.
Decidió que había llegado el momento de reproducir lo acontecido un año atrás. Así que se hizo con un pequeño paquete lo envolvió en un plástico negro y a la hora del almuerzo se acercó resuelto a la escultura de bronce con la intención de depositarlo justo dónde la joven lo había hecho. Su plan era regresar de inmediato a su banco de vigilancia y descubrir a la persona que lo recogería. Ya había pedido el día libre en el trabajo, porque después la seguiría e incluso estaba resuelto a abordarla y a interrogarla sobre lo que estaba aconteciendo. No le importaba meterse en un lío, no le importaban los problemas que derivasen de inmiscuirse en asuntos que no le concernían. A estas alturas alcanzar una respuesta era una acuciante necesidad.
Y por fin se agachó frente al Verne metálico y bajo uno de los gigantescos tentáculos intentó dejar el paquete. Y lo consiguió. Pero cuando se disponía a alejarse de la escultura un suceso escalofriante aconteció.
No supo explicarme cómo ni porqué. Solo me susurró su pena metálica y solicitó mi ayuda. Yo hubiese querido auxiliarlo, librarlo de su prisión fría y obscura. Pero no supe como hacerlo. Solo pude escucharlo, consolarlo de su pena, de su soledad y prometerle que relataría su historia esperando que alguien conociese el enigma y pudiese ayudarlo.
Y eso es lo que acabo de hacer: relataros esta leyenda de asfalto aguardando que algún lector tenga en su poder las claves de esta triste y estremecedora historia. Hasta entonces no me queda más que acercarme cada día al Verne de Vigo y escuchar sus súplicas y cargar con su pena hasta que un alma caritativa nos ayude a arrancarlo de las garras frías del terrorífico pulpo de bronce que se ha apoderado de su vida.




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