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Noche de difuntos por Mila Oya




Por Mila Oya

LA FAROLA

Pensando en por dónde empezar para revelar la verdad, la he recordado a ella. Sí. He recordado a Marta Aranea Pas y su mirada triste y su boca callada. Pero no siempre había sido así, su mirada triste y su boca callada. Una noche y en el más oscuro callejón Marta Aranea Pas me encontró y me relató la historia de cómo su mirada comenzó a ser triste y su boca, tras descargar todo el peso de su corazón, se quedaría para siempre callada.

Me habló entonces de un día sin importancia, de una anécdota sin importancia, pero como siempre sucede, resultó definitivo. Lo que vio, lo que presenció la cambió para siempre y le hizo perder por completo su fe en la humanidad.
Una tarta sorpresa que tenía que hacer para el cumpleaños de su madre aprovechando que esta trabajaba hasta tarde, una amiga que iba a ayudar y que no se presentó, unos malditos arándanos que se olvidó de comprar y una noche con una galerna infernal, se combinaron de tal modo que la joven se vio en la calle muerta de frío, empapada por la lluvia y llamando a su madre para confesarle el fiasco, destrozar la sorpresa aún por hornear y suplicarle que pasara a buscarla pues acababa de perder el último autobús.
La madre, como no podía ser de otro modo, hacía horas extras, que desde luego nadie le pagaba, y tardaría en acudir a la llamada. Así, sin lugar a la vista donde resguardarse, con un ridículo paquete de arándanos empapados y temblando de frío, se ocultó en la niebla y se dispuso a aguardar por la llegada de su madre en aquella calle solitaria y oscura, apenas urbanizada.

Samiro de Gurna

Y su mirada se detuvo en la única farola que vislumbrada desde la acera. Barajó la conveniencia de abandonar la puerta del almacén de frutas ya desierto que no disponía de un saliente bajo el que cobijarse y adentrarse en la niebla, avanzando hacia la farola para hacerse más visible a su madre.

Entonces lo vio. Cuando me lo contó sentí como se estremecía de pies a cabeza. Tardó en reponerse, pero lo hizo y fue cuando lo nombró a él, a ti, tal vez a todos nosotros. Habló de aquel hombre bajo la farola.

Farola

Había avanzado lo suficiente para descubrirlo apoyado en la farola. Podía ver su rostro y le impresionó la profunda tristeza de su gesto. Lo compadeció. Se detuvo sin saber si retroceder o continuar y un brillantísimo destello la deslumbró, obligándola a pestañear con fuerza. Cuando abrió de nuevo los ojos vio con claridad una jeringuilla con una larguísima y finísima aguja que pensó que aquel pobre desgraciado se iba a clavar.
No dispuso de tiempo para reaccionar, de inmediato un solitario transeúnte se aproximó a la farola y justo cuando la rebasó, de entre la niebla y recién llegado de la farola, el hombre de la jeringuilla se abalanzó con una rapidez insólita sobre la presa y sin que esta se percatara, le inoculó lo que fuera que contenía la jeringuilla. La víctima continuó su camino como si nada y sin embargo, el agresor cayó al suelo fulminado por no sé qué extraño mal que lo obligaba a retorcerse sobre el pavimento.
María Aranea Pas no dudó un instante, olvidó por completo al desgraciado transeúnte y corrió a socorrer al hombre que se retorcía en el suelo.
Pero él no quería ayuda. Solo deseaba llorar y golpearse el pecho con un inmenso odio hacia si mismo por lo que acababa de hacer. ¿Qué ha hecho usted?- se atrevió a preguntar. -He inoculado una terrible enfermedad a ese desconocido.
La declaración aterró a la muchacha. ¿Por qué? ¿Por qué alguien haría algo así para inmediatamente lamentarse de este modo tan desgarrador?
La miseria, claro está. Llamémoslo insolidaridad, injusticia, violación de derechos o llamémosle un despido injustificado, una hipoteca que aprieta, unos hijos que hay que alimentar. Llamémoslo como queramos, la cuestión es que el hombre atravesaba por un momento crítico en su vida y se agarró a un clavo ardiendo cuando en la cola del paro escuchó a dos tipos cuchichear sobre una oportunidad de trabajo.

Era para unos laboratorios farmacéuticos. Estas dos palabras hubiesen debido de ser suficientemente aterradoras para que rechazara el puesto. Pero no estaba para exquisiteces. El mitad verdugo, mitad víctima firmó sin leer la letra pequeña. Un tremendo error que, como suele ocurrir, le catapultó al abismo.
Así iba a discurrir su jornada, que comenzaría de tarde con las primeras tinieblas, esperando a la oscuridad, como un ave rapaz, como un vampiro, aguardando la oportunidad propicia para caer sobre la víctima inocente, elegida al azar y lanzarla a un mundo de horror y de espanto, al mundo de la enfermedad mortal.
María Aranea Pas no podía comprender lo que estaba escuchando. No quería. Sonaba demasiado terrible, demasiado absurdo. Pero había visto lo que había visto. Estaba aquel hombre allí, llorando en el suelo, desesperado. De súbito, el individuo se enjugó las lágrimas y huyó como alma que lleva el diablo.
La muchacha estaba atónita, perpleja. Solo los faros del coche de la madre consiguieron arrancarla de su estado de turbación. Todavía inquieta y ya tras los cristales del vehículo, pudo contemplar como la farola se alejaba para siempre. Pero antes de perderla de vista vislumbró con total claridad un rostro entre la niebla. Pensó en el hombre destrozado. Enseguida se percató de que este era más alto. Suspiró aliviada al tiempo que observó como aquella sombra saltaba sobre un pacífico transeúnte que seguía su camino mientras el agresor regresaba a su escondrijo entre la niebla.
María Aranea Pas quería gritar, hacer algo, correr hacia la farola. Nada dijo ni hizo, porque antes de tomar la curva la mirada de la joven se cruzó con la del verdugo, pero esta vez en lugar de dolor descubrió una inmensa felicidad.
Estremecida sintió como el coche giraba y la oscuridad la alejaba para siempre de aquella farola.




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